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Arte, duelo y memoria

La sentencia que lanza Maddy Bowen, la reportera estadounidense –interpretada por Jennifer Connelly en la película de 2006, Diamantes de Sangre–, cuando llega a uno de los campos de refugiados que ha dejado la guerra de finales de los noventa en Sierra Leona, resume en gran parte cómo los conflictos y sus víctimas se convierten, a menudo, en un simple reporte de números: “Así es como luce un millón de personas. Por el momento, el segundo campamento más grande de África. Podría ver un minuto de esto en CNN, en algún lugar entre los deportes y el clima”.

En Colombia no podría ser diferente. Un país que desde antes de su independencia y hasta hoy transita de confrontación en confrontación –como si las excusas para enfrentar distintos bandos fueran más sólidas que los motivos para intentar, desde los desacuerdos argumentados con ideas, construir consensos–; un país en el que según la Muestra Especial 2019 Colombia, un país más allá del conflicto, del Observatorio de la Democracia de la Universidad de los Andes, 6 de cada 10 entrevistados sufrieron un hecho victimizante –secuestro, asesinato de un familiar, desparición forzada, desplazamiento, despojo– a causa de la guerra.

A ese país parece no quedarle más opciones para contar a sus muertos, sus heridos, sus desaparecidos, sus desplazados, sus huérfanos que notas rápidas que den cuenta meramente de las cifras, entre la noticia del escándalo de corrupción del momento, el partido de fútbol de la Selección y el nuevo amor del cantante más popular.

La guerra y sus atrocidades se convirtieron en Colombia en el desayuno diario; unas familias no han terminado de llorar a sus seres queridos asesinados, cuando a otras madres y padres la misma tragedia les pega de frente. Es un ciclo infinito. Un duelo constante, como bien lo afirma la artista visual Erika Diettes. Ella, que en las últimas dos décadas ha concentrado su trabajo y su obra en esos dolientes que el conflicto armado le ha dejado al país, sabe que el tiempo y el lugar de ese dolor no son ni pueden ser las noticias. “En un país donde las cosas pasan tan rápido y pasan tantas, no da tiempo de darle el espacio con calma, pausado. Tiene que ocurrir en otro tiempo, porque las noticias van a otra velocidad. Pero el arte, justamente, ocurre en otro tiempo. Como artista yo puedo devolverme; puedo trabajar en una pausa y me da la oportunidad de levantar esos testimonios uno a uno”.

Su obra Relicarios (2011-2015) es evidencia de sus palabras. Le tomó siete años. Siete años en los que recogió los elementos y los relatos de vida de cada uno de los 156 desaparecidos o fallecidos y de sus familias, para presentarlos, cada uno, en un relicario. El viaje en el tiempo también fue extenso. Los primeros testimonios e historias de vida incluidos son de 1978. La herida y el dolor de esas familias por sus seres queridos son tan vigentes y tan profundos como el de las familias que en tiempos cercanos han perdido a sus parientes por las balas, los secuestros o las desapariciones de esta guerra imparable.

Esa concentración o pausa en el tiempo no es un capricho. De eso se trata el arte; de darle un espacio a la ausencia y al dolor que ha dejado en esas familias el conflicto. Y no es una recolección de objetos arbitraria; es un ejercicio cuidado y trabajado con el objetivo de que los espectadores abran sus mentes y sus corazones al sufrimiento de esos dolientes; un ejercicio de empatía. En el caso de Relicarios –explica Érika– cada acción y cada disposición tenían un propósito. “Los 156 relicarios estaban a baja altura lo que obligaba al espectador a agacharse, a bajar la cabeza hacia el corazón. Ese gesto te pone a la altura de la tragedia de la víctima. Y si haces una mirada general de todos los relicarios y los ves en fila, como están dispuestos, entiendes que no hay un relicario más importante que otro; que todos están iluminados de la misma manera y todos en un mismo cubo; no hay jerarquías; no hay un muerto o un desaparecido más importante que otro. Pero también te das cuenta de que sus historias y narrativas no son iguales; unos dan cuenta del horror que vivieron; otros de los sueños; otros de la búsqueda de un familiar”.

El arte no solo permite esa toma del tiempo para el duelo sino, por supuesto, contar más historias de las que abarcan las noticias o los reportes oficiales del Estado sobre las víctimas y los dolientes del conflicto armado. En eso el fotorreportero Álvaro Andrés Cardona coincide con Érika. Él, que en su trabajo como reportero gráfico para medios nacionales y regionales daba cuenta de una noticia tras otra, se chocó, en una de esas asignaciones, de frente con la tragedia de las familias del Catatumbo, Norte de Santander, que habían sufrido la desaparición forzada o el asesinato de sus seres queridos por parte de grupos paramilitares.

Álvaro se encontró con familias silenciadas –al contar su historia, pero también en el llorar de su pérdida– por la fuerza de la narrativa de los actores armados, que aún seguían dominando y mandando en el territorio y que justificaban sus acciones con discursos de seguridad y de “construcción de una sociedad de valores”, claro, con la fuerza de las armas.

El arte –explica Álvaro– suspende en el tiempo lo que es efímero. El mito de Medusa está cada vez más vigente: volver piedra a cualquiera que la miraba a los ojos. El arte en la guerra busca eso, suspender en la memoria colectiva los hechos que tanto dolor le han causado al país y a su vez, en ese encuentro de frente con el rostro de la violencia, proponerle al espectador que pase de ser pasivo a ser activo; la empatía como forma de búsqueda de la no repetición en tiempos en el que la inmediatez y el olvido son los principios básicos del consumo cultural”.

Eso perseguía con su exposición Padre, Hijo y Espíritu Armado (2012). Buscaba ser la respuesta de los sobrevivientes del conflicto en el Catatumbo, frente a la construcción narrativa de los victimarios; contrarrestar, a través de una apuesta visual, la escritura de la memoria histórica desde los testimonios de los paramilitares. Este relato intentaba reparar simbólicamente a las tres familias que acompañaron este proyecto y que son un reflejo de casi 10.000 familias donde en cada una hubo la desaparición o asesinato de uno de sus familiares.

Para llegar a este relato, Álvaro necesito tiempo; tiempo para investigar; tiempo para ganar la confianza de las familias, pero, sobre todo, tiempo para conocer y entender parte de su catarsis y de su dolor. Y luego sí pudo trabajar con ellas y realizar ese montaje fotográfico en el que sobre la humanidad del doliente se superponen retazos de fotografías del ser querido desaparecido o asesinado. “No creo que haya perdón o reconciliación si no hay empatía, memoria y verdad. Esa empatía se construye si se derrumban los imaginarios de los que por años hemos estado presos. Una de las responsabilidades del arte es el de resignificar la palabra y las imágenes que nutren esos imaginarios excluyentes, misóginos y violentos, que hacen que la violencia cultural justifique la muerte. En este caso cuestiona los imaginarios que recaen sobre los sobrevivientes de desaparición forzada y confronta la normalización de la guerra, la deshumanización de los habitantes de una Colombia desamparada y víctima del olvido”.

Es urgente construir y rescatar esa memoria y esa verdad aún más cuando el 80 % de los entrevistados en Colombia, un país más allá del conflicto apoya la salida negociada a la guerra; y el 65 % considera que establecer la verdad sobre los hechos ocurridos en el contexto del conflicto armado y que los responsables de los crímenes atroces pidan perdón a las víctimas (63 %) contribuyen al perdón y a la reconciliación.

Pero el arte no solo permite viajar al pasado para rescatar esa memoria y esa verdad dolorosa que dejan las armas a su paso. A partir de allí también permite avanzar. Santiago Escobar-Jaramillo, fotógrafo documental, y que al igual que Érika y Álvaro, ha recorrido las distintas regiones del país y conocido las historias de dolor y de tragedia de muchos de sus habitantes, está convencido de que “el arte también es imaginación y sueño porque nos proyecta hacia adelante en otros escenarios de reflexión, lo cual nos permite vislumbrar salidas posibles e inesperadas. En un escenario de un conflicto tan prolongado, el arte llega como bálsamo para reconfortarnos y ayudarnos a salir adelante”.

Santiago, quien a sus 12 años se convirtió en doliente de esta guerra cuando uno de sus tíos fue asesinado, se dio cuenta en ese trasegar por las regiones del país que, así como a él, en su momento, un episodio de reparación simbólica por esa pérdida le ayudó a seguir adelante, a otras víctima y dolientes también podría ayudarlos. Así se gestó Colombia, Tierra de Luz.

En este proyecto, Santiago utilizó la luz como elemento material y narrativo en la reconfiguración de la noción de reparación. “Como elemento material, la luz se presentó como un recurso visual que evidencia el espacio, las texturas y las formas del paisaje, los cuerpos y la arquitectura. Como elemento narrativo, se tomó provecho de su valor simbólico asociado a la tranquilidad y a la esperanza, así como a la unión y a la espiritualidad”.

Durante una década, recorrió y visitó 30 lugares del país azotados por el conflicto armado. En cada uno de ellos, la comunidad participó activamente en las acciones y actos lumínicos. En todas las intervenciones participaron familias campesinas e indígenas, excombatientes y miembros de las Fuerzas Armadas, en la construcción e iluminación de los objetos y preparación de los retratos. “Niños, jóvenes y adultos tomaron decisiones en el momento de construir las intervenciones o escenarios lumínicos, por lo que es su voz y su acción allí aplicada. Esta participación es necesaria en la reconstrucción y la reparación de eventos trágicos perpetrados por otros, porque les da herramientas y métodos, a través de talleres de memoria, poesía y luz, para expresarse y hacer catarsis”.

Así, las fotografías de cada uno de estos momentos no solo fueron expuestas en distintos escenarios, sino que, en 2019, Santiago presentó un foto-libro que da cuenta de todo este recorrido y de esos momentos de reparación simbólica porque, como lo explica él mismo, no podrían quedarse solo como hechos efímeros, sino que la fotografía debía ser la obra final; el registro permanente. “Antes todo era proyectiles, detonación y guerra, ahora aspiramos a destellos lumínicos que marquen el camino de regreso a casa y hacia una paz duradera”.  Y para eso necesitamos memoria y verdad.